domingo, 6 de diciembre de 2009

Estatut


Varios son los días que he estado tentado por hablar del dichoso Estatuto de Cataluña y el aún más dichoso Tribunal Constitucional. Sin embargo, siempre desechaba la idea. Si les soy sincero, el motivo no era otro que la ignorancia.
Pese a seguir (con cierta distancia, pero seguimiento) las informaciones surgidas entorno a tan peliaguda cuestión, la demagogia barata de todos los grupos políticos (con mayor o menor grado, pero populismo al fin y al cabo), impiden adentrarnos en profundidad en la materia. Así, escuchando a una parte, el Estatuto catalán es el diablo hecho letra, mientras que la parte contratante nos evoca imágenes de Heidi y Niebla correteando por los verdes prados y amparados por la nobleza y fuerza del texto.
El caso es que, ante la confrontación de ambos grupos, uno de ellos (el PP) acudió al Tribunal Constitucional, a saber, el intérprete mayor de la Constitución Española. Los populares planteaban que el documento aprobado por los Parlamento catalán y español además de por un referéndum en tierras catalanas, era inconstitucional en buena parte de sus capítulos y apartados.
Desde entonces ha llovido mucho, demasiado, y la bronca cada vez es mayor. Bronca un tanto peculiar puesto que, mientras los defensores del Estatuto claman a los cuatro vientos contra posibles correcciones; aquellos que lo denunciaron, mantienen ahora una cierta mesura pensando en las próximas elecciones y en el vivero de votos en esas cuatro provincias. Todo aderezado por unas luchas por el poder alrededor del Tribunal Constitucional más propias de un culebrón de mediodía que de una institución tan importante.
Con todo, desde mi punto de vista, la polémica es más artificial que real.
Primero, porque entiendo que el estatuto lleva ya tiempo en funcionamiento y ni el mundo se ha detenido ni España ha saltado por los aires (aunque tendré que ver la película 2012, no sea que en ella me digan que el fin del mundo es consecuencia de dicho texto)
Segundo, porque me parece bastante ilógico ese sentimiento independentista más propio de tiempos pasados que de la actualidad. ¿Qué te sientes catalán? Perfecto, yo también me siento alcarreño y muy orgulloso que me siento de serlo, pero eso no me empuja a solicitar la independencia de mi tierra. ¿Qué no quieres formar parte de España? Allá tú, pero la división merma y la unión, como apunta el sabio refranero, hace la fuerza. En un mundo globalizado, enfrentarte sólo a tormentas como, por ejemplo, la crisis económica, es un auténtico suicidio (que se lo digan a Islandia, tan independiente ella y que, ahora que ha hecho crack acude espantada y a la carrera al regazo de la Unión Europea).
Tercero, porque al igual que hay que respetar los deseos de todas aquellas personas que quieren desvincularse de España; habrá que hacer lo mismo para todos aquellos catalanes que no lo desean. Y lo cierto es que, por mucho referéndum independentista que se realicen a modo publicitario, CREO (lo pongo en mayúsculas porque, lógicamente no he hecho ningún sondeo y podría equivocarme), que el resultado en un verdadero plebiscito sería contrario a la independencia (juraría que incluso dirigentes catalanes lo asumen abiertamente y por ello, son contrarios a realizarlo)
Esta es mi modesta opinión (tan válida como cualquier otra), pero como les decía no la había querido compartir antes por lo manida y politizada que está la cuestión. No obstante, lo que me empujó a hacerlo fue leer un interesante artículo del catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid, José Álvarez Junco en El País. Creo que merece la pena leérselo y por ello, os lo copio a continuación:

El inacabable debate sobre la nación

El Tribunal Constitucional puede perfectamente aceptar la definición de Cataluña como nación recogida en el Estatuto. De ella no se derivan necesariamente consecuencias soberanistas
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO
Empieza a ser agotador, pero el Tribunal Constitucional obliga a reanudar el debate en torno a la nación, destinado, por lo que se ve, a eternizarse. Según parece, una mayoría de magistrados de tan alto órgano se oponen al uso del término "nación" en el Estatuto catalán y, a partir de ello, están dispuestos a rechazar este texto legal como inconstitucional. Con lo que plantean un problema político de muy difícil salida, pues se trata de una norma aprobada por los Parlamentos catalán y español y ratificada en referéndum por el conjunto de los ciudadanos de Cataluña. Sirven así en bandeja al catalanismo agraviado el choque frontal con una institución básica del Estado español y su llamamiento a la rebelión y la ruptura. Al dictaminar de esta manera, esta institución se pone al mismo nivel primario y anticuado del nacionalismo catalán -o de cualquier otro, en este caso del español, que viva en el mundo mental de hace un siglo-.
¿Qué es una nación? Desafío a cualquiera de los magistrados, o a cualquiera que se sienta aludido, a que defina las naciones en términos "objetivos". ¿Intentará, como en los viejos tiempos, anclarlas en las "razas"? ¿Será, por el contrario, capaz de clasificar al género humano en grupos lingüísticos, de distinguir entre lenguas y "dialectos" y de negar que hay lenguas, como el español, comunes a muchas naciones, como hay naciones con varias lenguas? ¿O serán las religiones las líneas divisorias entre los grupos humanos y nos dirá que las naciones se ajustan a ellas? No pretenderá, espero, que es la "historia" lo que está por encima de cualquier debate y lo que define a las colectividades de forma indubitable. ¿Retornará, entonces, a las "formas de ser", las psicologías colectivas, el Volksgeist, y a la cantinela de que los catalanes son tacaños, los andaluces graciosos y que la música de Chaikovski revela "la profunda tristeza del alma rusa"?
Las naciones no se definen por ninguno de estos rasgos pretendidamente objetivos, sino por un elemento subjetivo, como dijo Ernest Renan hace ya un siglo y cuarto -¡a finales del XIX, señores!-: la "voluntad de ser nación". Y esa voluntad, en contra de lo que creen los nacionalistas, no es innata, sino que se moldea de manera intencionada a través de ceremonias, conmemoraciones, actos cívicos y, sobre todo, del sistema educativo, como sabe cualquier científico social actual tras los trabajos de Elie Kedourie y tantos otros. A partir de ahí, es difícil negar a Cataluña su cualidad de "nación", porque hay un hecho innegable: que una mayoría de su población lo cree así. Como tampoco pueden negar nacionalistas vascos o catalanes que España es igualmente nación -y no un mero "Estado"-, pura y simplemente porque muchos millones de personas se sienten partícipes de esa comunidad ideal, es decir, se sienten, o nos sentimos, "españoles".
Pero de que Cataluña sea "nación" no se derivan consecuencias soberanistas. Porque, de acuerdo con nuestra Constitución actual, la soberanía nacional reside en el "pueblo español"; no en la nación, cuidado, sino en el pueblo. El término que tendría consecuencias jurídicas -si alguno las tiene en este movedizo terreno, más metafísico-político que jurídico- sería, por tanto, pueblo. Y, curiosamente, ese vocablo no parece ser tan polémico, ya que la mayoría de los actuales Estatutos incluyen referencias al pueblo aragonés, al andaluz, al extremeño o al riojano sin que nadie se escandalice. ¿Qué tiene, por tanto, de malo que el texto catalán reconozca la declaración de esa unidad identitaria -Cataluña- como nación, especialmente en los términos en que lo hace, que no son más que la constatación de un hecho (que "el Parlamento de Cataluña... ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación"), un hecho que, por otra parte, ocurrió exactamente en esos términos?
El TC podría perfectamente aceptar el texto tal como está, aunque añadiendo la interpretación de que esta declaración no implica consecuencias soberanistas. Porque un término político, como nación, tiene sin duda intenciones y derivaciones políticas. Pero no las tiene jurídicas, o al menos no las tiene claras o definidas. Si aceptamos que las naciones no pueden definirse en términos objetivos, sino subjetivos, la conclusión es que se trata de grupos humanos que poseen -o, más bien, creen poseer- rasgos culturales comunes. Rasgos que, eso sí, son aceptados de forma voluntaria por sus miembros, es decir, que se sienten parte de ese grupo, que no han sido adscritos a él contra su voluntad. Ese grupo, además, debe encontrarse asentado de forma estable sobre un determinado territorio, ya que sin territorio no hay nación (piénsese en los gitanos, o en tantos otros grupos étnicos dispersos o nómadas, que pueden reclamar una identidad, pero no nacional). Y ahí viene la consecuencia política: que esos grupos humanos que creen poseer rasgos culturales comunes y que viven en un territorio bien definido sienten que poseen ciertos derechos sobre tal territorio. Juan Linz explicó muy bien que el planteamiento nacional empieza por lo cultural pero deriva siempre hacia lo territorial. Y Max Weber, hace ya un siglo, dijo que el concepto de nación "se halla siempre orientado hacia el poder político"; en términos de Edward Shils, las naciones tienen una "propensión hacia la autonomía" o el autogobierno. Al proclamarse nación, por tanto, los catalanes expresan una intención indiscutible de detentar un cierto grado de autogobierno. La pregunta es: ¿es esto contrario a la actual Constitución? Porque hay que recordar que esa misma Constitución proclama en su artículo segundo el "derecho a la autonomía" de "regiones y nacionalidades". ¿Quiere el TC dar marcha atrás ahora en esa declaración pactada durante la Transición?
Por supuesto que nadie ha podido establecer, de una forma clara y aceptable, en qué consiste ese "derecho a la autonomía"; pero el Tribunal puede aclarar que se refiere al grado de autogobierno actualmente existente -y permanentemente renegociado- en nuestra estructura política autonómica. No tiene por qué significar un derecho a la independencia política o a la separación de España. Nadie se rasga las vestiduras en Reino Unido porque Escocia se declare a nation (aunque, para ser más exactos, ni Escocia declara nunca nada ni Cataluña ni España lo hacen ni pueden hacerlo, ya que no existen; son los individuos o ciudadanos que viven insertos en esos grupos humanos que ellos definen como nación los que declaran). Ello supone que se les reconozcan unos rasgos culturales propios y que se asuma que poseen un cierto pasado común -es decir, una cierta visión del pasado, en general muy alejada de lo que un historiador profesional suscribiría-; y, desde luego, un cierto grado de autogobierno, que no tiene por qué consistir en una estructura política plenamente independiente.
Porque no estamos ya en un mundo en el que pueda pensarse en independencia plena, a la antigua, es decir, como hace un siglo, en el apogeo de la era nacionalista, con naciones soberanas en sentido estricto. No están los tiempos para erigir nuevas fronteras, acuñar moneda propia ni incluso tener un ejército totalmente ajeno a la comunidad internacional en la que estamos insertos. Menos aún -mucho menos aún- podemos pensar hoy en sociedades con una homogeneidad cultural interna ni remotamente aproximada a la soñada por los nacionalistas. Michael Keating ha definido el mundo en que habitamos como uno de "naciones post-soberanas". Y la terminología jurídica debería ser capaz de adecuarse a los cambios sociales y políticos que ha sufrido el mundo.
Relativicemos, pues, el valor de los términos relacionados con las identidades colectivas, sin obsesionarnos por clasificarlos de manera pétrea. Reconozcamos su carácter impreciso, polisémico y fluido y no intentemos apresarlos en las leyes de una manera fija e inmutable. Dejemos abierta la posibilidad de que evolucionen, cambien de significado o desaparezcan y sean sustituidos por otros nuevos. El Constitucional puede perfectamente aceptar la definición de Cataluña como nación en los términos recogidos en el Estatuto, es decir, como una constatación de lo que aprobó el Parlamento catalán, remitiéndolo al término "nacionalidad" reconocido por la Constitución. Pero a la vez puede especificar, si lo cree preciso, que ello no debe interpretarse en términos soberanistas, pues la Constitución establece de manera tajante que la soberanía nacional reside en el pueblo español. Resolvería de esta manera un problema político endiablado y se ajustaría, además, a la situación real en la que vivimos.

1 comentario:

  1. No voy a entrar a comentar el artículo que adjuntas, bastante sucoso es el texto de tu cosecha. Debo reconocer que, aunque no comparto la mayor parte del mismo, está lleno de una enorme racionalidad, fruto, sin duda, de un gran trabajo de meditación. Me has hecho pensar mucho e incluso has modificado algunas de mis ideas previas. Y de verdad creo que ojalá todos fuésemos capaces de pensar y sentir como tú propones. Desgraciadamente el ser humano es más fruto de los sentimientos que de la racionalidad y, entre todos los sentimientos, los negativos son los más fuertes.
    Ancha es Castilla, como diría el Quijote, y muchos los siglos que lleva otorgándose el nombre de España. Tanto tiempo y tantas aguas ya llovidas que unos dejaron de aceptar lo catalán o lo vasco como tan español como lo castellano y los otros dejaron de querer hacer español lo catalán o lo vasco (de astur-leoneses, aragoneses e incluso gallegos, ya no hablamos porque parece que las cosas han marchado por otros derroteros). Vivimos en un país que ha dejado de quererse a sí mismo y que por muy junto que viva, muchas cosas deben cambiar para estar unido. Y las uniones por la fuerza desgastan y debilitan más que las separaciones.
    Mucho amor y mucha tolerancia hace falta, por todas las partes, para que esto funcione y, por desgracia, siempre habrá un "pandereta" que rompa los consensos.
    Ojalá imperara la razón en lugar de los instintos y las emociones, pero como decía el poema de Becquer: "...no pudo ser".

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