lunes, 26 de abril de 2010

25 de abril de 1985


Era jueves y se corría la Vuelta. Concretamente, se disputaba la etapa más larga según nos recuerda la hemeroteca de El Mundo Deportivo. Ese día, pasó a la historia porque una joven promesa lograba su primer maillot de líder. Fue el primero de muchos aunque no precisamente en la Vuelta.
El bueno de Alain Laiseka nos lo recordaba ayer en diferentes medios de comunicación. Servidor lo transcribe a continuación porque considero que nunca está de más recordar aquellos aspectos que ya casi hemos olvidado o conocer esos matices que nunca oímos.

"¿El Tour? ¿Yo? ¡Qué dices!"


Sería un 22 de diciembre, o 23, nadie lo recuerda con exactitud, justo antes de Navidad, en todo caso. Eduardo Chozas corría por primera vez en el Reynolds, junto a José Miguel Echávarri, quien nada más ficharle le había dicho que ese año iba a cambiar su forma de afrontar la temporada, que se iba a olvidar de la Vuelta y del Giro y que dilataría su puesta a punto porque el objetivo era brillar en el Tour. El Tour, la gran epopeya para el ciclismo estatal a la que se había asomado con descaro el conjunto navarro con Ángel Arroyo y Pedro Delgado desmelenados, jóvenes, insolentes en la montaña gala. El caso es que cuando languidecía el año 1984, aquel mes de diciembre, el Reynolds reunió a todos sus ciclistas en Pamplona para someterles a unas pruebas de esfuerzo. "A mí me tocó en el último grupo, con Miguel. Él era nuevo, un chaval, pero yo ya le conocía, tenía muy buenas referencias de él de aficionados, del Tour del Porvenir que corrió en septiembre en el que ganó una crono... Pues eso, que nos subimos a la máquina para hacer la prueba. Yo no hice mucho, no había trabajado nada en invierno, pero Indurain... Indurain la rompió, de veras, empezó a echar humo y se paró cuando estaba moviendo una brutalidad, 500 vatios o así. Entonces él era un ciclista con una fuerza increíble".

Recuerda Eduardo Chozas hasta el más intrascendente de los detalles de aquella mañana de diciembre de 1984 porque la escena fue sobrecogedora. En Indurain todo era así. Desproporcionado. Apenas unos meses antes, en septiembre, el chico había debutado en profesionales con el Reynolds en el Tour del Porvenir, en el que ganó la crono larga -30 kilómetros entre Lourdes y Tarbes-. La fe se arraigó entonces en José Miguel Echávarri y Eusebio Unzue. Porque ambos creían fehacientemente que aquel mostrenco que desafiaba el ideario ciclista estatal, el canon de los cuerpos huesudos, casi demacrados, los músculos afilados, la gravitación lunar, la presteza feroz en la montaña, poseía lo que nadie, un poder sobrenatural, una fuerza de magnitud volcánica que ninguno de los dos se atrevía a acotar, a someterla a la predicción, a dibujar una línea imaginaria de proyección que midiera la futura talla ciclista de aquel tiarrón (189 centímetros, 90 kilos) de manos bestiales robadas al campo navarro.

"No podíamos imaginar cuál sería su evolución porque enseguida vimos que Miguel no era un tipo demasiado normal", concede Eusebio Unzue. "No era que ganara, sino la forma tan brutal en que lo hacía. Nunca me ha gustado la palabra exhibición, pero es que no hay otra manera de describir la forma en la que él corría, por ejemplo, en aficionados. Aquel Campeonato de España de Elda que ganó con 18 años... ¡Buff! Fue algo impresionante, de veras, una carrera inolvidable. Lo que pasa es que casi todos los recitales de Miguel eran en el llano o en pruebas de poca montaña. Recuerdo que nosotros le conocimos con 90 kilos. Compara: en los años del Tour pesaba 77-78 kilos. Pero entonces no éramos capaces de pensar que podía ser un corredor de tres semanas. Él era un ciclista impresionante que iba, poco a poco, acumulando detalles".

Detalles: un rompedor periplo juvenil; una trayectoria corta pero de enorme intensidad en aficionados; el Campeonato Estatal de Elda al que Unzue asistió ojiplático; la crono larga del Tour del Porvenir de 1984 -"algo increíble porque nada más llegar superó a ciclistas consagrados como Jean François Bernard o Piotr Ugrumov"-; la prueba de esfuerzo en diciembre de 1984... Y pocos meses después, en abril, un episodio inopinado, el preludio de la leyenda.

camino de Ourense A su primera grande, la Vuelta a España de 1985, llegó Indurain por accidente. "No la tenía prevista, lo que pasa es que Arroyo se puso enfermo y me llevaron a mí", recuerda el ex ciclista navarro. "Como fue todo de rebote, no estaba muy preparado, pero el prólogo de Valladolid, que era corto (5,6 kms.) me venía muy bien". Indurain marcó el segundo mejor tiempo, a 8 segundos de Bert Oosterbosch, un poderoso holandés del Panasonic que había sido campeón del mundo de persecución en 1979, que sumaba en su carrera tres etapas en el Tour de Francia, una en 1980 y dos en 1983, y que murió cuatro años después, en 1989, a consecuencia de un paro cardiaco mientras dormía. Echávarri no salía de su asombro aquel día, recalcaba que Miguel había superado a especialistas del ascendente de Sean Kelly y, sobre todo, que aquel proyecto de ciclista de 20 años había corrido los poco más de cinco kilómetros mentalizado para ganar. "Estamos en el buen camino para que un corredor español gane un prólogo internacional", dijo entonces exultante Echávarri. Sonó a desvarío. Oosterbosch aguantó la siguiente etapa, llana, resuelta al sprint en Zamora. Pero el 25 de abril, camino de Ourense, en una jornada quebrada, todo el día arriba y abajo, con dos puertos significativos, se desmoronó la resistencia del holandés. "Yo ya iba un poco tocado, pero se me acercó la guía y me dijo que el líder se había quedado y que apretase, que tenía que llegar a meta con el grupo como fuese". Miguel aguantó. Era líder. El primer amarillo profesional de su carrera.

algo excepcional "No fue una sorpresa que resistiese aquella etapa. En subidas de dos o tres kilómetros, cortas y explosivas, Miguel se desenvolvía muy bien porque tenía una fuerza brutal. Incluso un día de montaña lo superaba bien a base de tirar de músculo. Lo que pasa es que luego, no podía recuperar tan rápido como los demás por el esfuerzo que suponía arrastrar ochenta y pico kilos cuesta arriba", rescata Chozas, que vivió junto a Indurain aquel momento de euforia desatada en la familia Reynolds, pues tenía un enorme valor simbólico aquel maillot amarillo que portaba un joven talento de la casa, un ciclista cincelado por las manos pacientes de Echávarri y Unzue. "Fue increíble", analiza Unzue, "más que por el resultado, por lo emocionante que era ver a aquel chavalillo de 20 años que corría su primera grande vestido de amarillo. Pero, sobre todo, era un detalle más que reforzaba nuestra certeza: estábamos ante algo excepcional".

Excepcional fue, según Julián Gorospe, uno de los jerarcas de aquel Reynolds, la forma en la que Indurain asumió la situación. "Era muy joven e inexperto, y, sin embargo, no parecía que le pudiese la presión o que aquello le sobrepasara. Lo cogió como algo natural. Estaba feliz, claro, mucho, pero no fue algo que le hiciera volverse loco. Tenía ya forjado el temperamento aquel que años más tarde sedujo a todo el mundo en el Tour. Su tranquilidad, lo pausado de su mirada... Todo eso ya lo tenía entonces, con 20 años, y nunca lo cambió", dice el mañariarra, en cuya impresión ahonda Chozas, obnubilado por la actitud de aquel chaval, pues dice el madrileño que la imagen que se le quedó grabada fue la de llegar al hotel y ver que Indurain apenas le daba importancia a lo que había logrado, que andaba por allí, por los pasillos, y que musitó algo así como "¡Buff! La que me va a caer ahora. Vamos a intentar disfrutar". "Miguel tenía los pies anclados en el suelo". Por eso, recuerda Chozas, tampoco supuso una debacle emocional perder el amarillo cuatro días después, en los Lagos de Covadonga. Le robó el maillot Pedro Delgado, que ganó la etapa. Y la Vuelta. "Bueno, no me lo quitó nadie, lo perdí yo mismo, porque ya en el Fito me quedé y llegué descolgado al principio de los Lagos", matiza Indurain. En meta se dejó 12:15.

En el Peyresourde, en 1988 Era irrelevante, por esperado, aquel desenlace. "Para mí aquella experiencia, vestir el amarillo de una prueba tan grande como la Vuelta, supuso mucho porque fue una sensación que yo no esperaba vivir nunca", descubre Indurain, que recuerda que entonces no tenía en mente las vueltas de tres semanas, sino las clásicas, "las pruebas de un día, que era para lo que trabajaba con José Miguel". Echávarri emparentaba la figura de su percherón con la de Francesco Moser. "Es que", concede Unzue, "su perfil de entonces se asemejaba más al de un Moser que a lo que luego acabó siendo". "Yo sí pensaba por aquel entonces que Miguel iba a ser un grande, pero le veía hinchándose a ganar Mundiales, pruebas de una semana, clásicas belgas, incluso la París-Roubaix. Jamás pensé que llegase a ser un fondista como el que ha sido", abunda Chozas.

¿Quién podía sospecharlo? Ni el propio Miguel, que entonces, como siempre, sólo pensaba "en llegar lo más lejos posible", ni sus mentores, Unzue y Echávarri. "A un chaval de 20 años es imposible verle brillando en las grandes vueltas. Más aún cuando él era un ciclista muy pesado. Progresaba, es cierto, pero yo no me di cuenta de lo rápido que asimilaba el trabajo, de que su evolución era meteórica, hasta año y medio después de aquella Vuelta". Fue en el Tour del Porvenir de 1986, que salía de Portugal y acababa en Francia y pasaba a denominarse Tour de la CEE. Lo ganó Indurain, pero una vez más, como recuerda Unzue, no fue el hecho en sí de la victoria, lo material, lo tangible, lo que le fascinó, sino la forma en que lo hizo, "porque se defendió en la montaña, en los terribles Alpes, en el Izoard y el Montgenevre, ante los colombianos, que entonces eran terribles en las subidas". Sacó aquello a Unzue de su reserva habitual para exclamar: "¡Ojo!, Indurain ganará antes un Tour que una Vuelta".

A Pedro Delgado, el segoviano que le arrebató el amarillo de la Vuelta de 1985 en Lagos de Covadonga y que luego, en 1988, acabó siendo su compañero de equipo en su regreso al Reynolds, le costó algo más convencerse de la capacidad real de Indurain. Fue en el Tour del 88, el que ganó Perico, en los Pirineos, en el Peyresourde. "La etapa acaba en Luz Ardiden y Miguel, que aún era muy pesado para la montaña, tiraba en el Peyresourde al tran-tran, con ese ritmo tan característico suyo. Pues bien, le tuve que gritar y pedir que parara porque el grupo se estaba quedando en nada. Iríamos diez o quince. Yo le decía: "Miguel, ¿dónde vas?". Y él me respondía que estuviese tranquilo, que él iba bien y que prefería tirar ahora porque luego no sabía si aguantaría. Yo le dije que vale, pero que como siguiera así se iba a ir solo. Al fin, paró. Fue entonces cuando vi que Miguel podría ganar un Tour", traza Delgado, quien trasladó al navarro su impresión una de esas tardes soporíferas del julio francés, en el hotel, después de una etapa. Indurain le miró con esos ojos de hombre piadoso que desnudan su personalidad y le habló con la misma calma con la que luego gobernó cinco Tours: "¿El Tour? ¿Yo? ¡Qué dices!".

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